Algunos días me doy cuenta de que para vivir bien no hace falta hacer grandes cosas, ni tener muchas cosas. Lo que hace falta es valorar lo que se hace y lo que se tiene. Mantener la curiosidad y la motivación para aprender siempre. Sin obsesiones, sin exigencias y sin culpa. Aceptar todos tus ánimos, miedos y fallos. Rodearte de personas que aporten y que te hagan sentir bien. Saber reconocer las pequeñas cosas buenas que te suceden en el día a día, que siempre las hay. Y agradecer que todo siga como está, porque aunque nos cueste creerlo, en un momento todo puede cambiar…
Y para eso lo escribo, para que no se me vuelva a olvidar.
Contigo conocí las palabras empatía y asertividad, y son tan grandes y necesarias que aún sigo pensando en ellas. Contigo comprendí la importancia de la paciencia, la tranquilidad o la calma. Contigo vino la responsabilidad, el sacrificio, el autocontrol y la revolución. Contigo volví a reir a carcajadas, a cantar, a bailar, a pintar, a tirarme al suelo y rodar. Contigo descubrí la inocencia, la ternura y la autenticidad. Contigo me conozco mejor, me haces mejor, y que menos que decírtelo, gracias.
Hay días en los que creces, en los que te quitas 3 capas y te sientes con menos peso, como si estuvieras llegando al centro y te estuvieras volviendo un poco más auténtico. Notas que estás despertando, para ser más consciente de lo que llevas dentro. Reconociendo, aceptando y curando todos tus miedos, esos que llevan contigo desde que tienes recuerdo. Te estás perdonando, valorando y comprendiendo, que la verdadera evolución es todo un proceso.
Últimamente cuando se da cuenta de que ha hecho algo que no lleva razón y se calma me pregunta que si le perdono, y a mi lo que me gustaría que comprendiera es que mamá le perdona todo y siempre le perdonaré, que le quiero muchísimo y siempre le voy a querer. Hoy se lo he vuelto a decir.
Desde que nacemos nos deberían de enseñar a conocernos, a ponerle nombre a nuestros sentimientos, a identificar las reacciones de nuestro cuerpo. Nos deberían de enseñar que como somos un todo, todo está conectado y su estado natural es el equilibrio. Que nuestras emociones dirigen nuestra vida y que tenemos que ser más conscientes de ellas. Que el miedo, los malos pensamientos, la negatividad, el estrés, las prisas, la tensión, las preocupaciones, las exigencias, las etiquetas, las comparaciones, las creencias… lo único que consiguen es bloquearnos, limitarnos y hundirnos; no nos dejan que seamos. Desde que nacemos nos deberían de enseñar a conectar con nuestro cuerpo, con nuestra mente y a ser más conscientes. Nos deberían de enseñar a mirar para dentro, para aprender a aceptar, a perdonar y confiar, a liberarnos de algunos pensamientos y reconocer que no todo se puede controlar. Nos deberían de enseñar a descubrir nuestras pasiones, a ser valientes y nunca dejar de soñar, a seguir creciendo, a no traicionarnos y respetarnos más, a lidiar con nuestras responsabilidades y obligaciones, y también a agradecer y a valorar, a disfrutar de la vida y empezar a pasar más, a vivir con más calma, más tranquilidad y más paz, a tener una actitud positiva y sana, a querernos más, a hablarnos mejor, a creernos que valemos, que lo conseguiremos y que nos lo merecemos. Merecemos vivir bien y ser felices. Y todos podemos.
Siempre me ha gustado coleccionar ciertas cosas, como si encontrara y guardara pequeños tesoros, a los que volver… Cada vez que descubro uno lo pongo en un lugar casi escondido, donde las letras son capaces de mezclarlo todo.
El esfuerzo, la constancia, la pasión, la autenticidad. El equilibrio, la calma, la aceptación, la tranquilidad. Los tropiezos, la culpa, los aprendizajes, el perdonar. El crecer, el mejorar, evolucionar y transformar. El amor, el cariño, la ternura, la sensibilidad. La confianza, la generosidad, el estar, el mirar. La inocencia, los hijos, la educación, la maternidad. El tiempo, los recuerdos, el ahora o lo que será. Los miedos, las ilusiones, el soñar, el arriesgar. El reconocer, agradecer y valorar, la felicidad.
Ver volar las gaviotas desde mi ventana, sentir como el sol me calienta en un día frío, dar un paseo tranquilo por el campo, el olor a pino y a eucalipto, oír los pájaros en los árboles, mirar el paisaje desde lo alto, contemplar la lejanía y ver lo pequeños que somos en realidad, sentir el aire suave en la cara, la sensación de no tener nada que hacer, entrar en casa y verle venir alegre moviendo la cola, esa risa tonta y sin control tan difícil de encontrar ya, caminar junto a sus tres años agarrándome el dedo índice, escuchar las historias que se va inventando sobre la marcha, cuando coge flores para mi, abrir y oler un libro nuevo, buscar y encontrar, la sensación de estar tomando una buena foto, los colores del cielo al atardecer, recordar un buen momento, las conversaciones que atrapan, descubrir una canción que no puedo dejar de escuchar, una frase que me hace pensar, mirar el mar y ver como las olas llegan tranquilas a la orilla, andar por una ciudad nueva, oír la lluvia desde casa, notar y oler las sábanas recién cambiadas, escuchar la puerta y esa carrera hacia mi… Todo ésto y más, busquemos nuestros pequeños placeres fugaces, que ahí es donde seguro se esconde la felicidad.
A veces me saca de mi mundo adulto, con mis obligaciones, las prisas y las preocupaciones y me vuelve a enseñar a reír de nuevo así. También me lleva a mundos con dinosaurios y fantasmas, con cocodrilos, volcanes y lava. A un mundo donde existen los saltos imposibles y donde todo es posible. Porque ellos vienen a la realidad saliéndose de ella y así aprenden y disfrutan, y nosotros también podríamos hacerlo si nos atreviéramos a recuperar esa parte casi olvidada.